martes, 4 de agosto de 2009

Despierta.

Vacío. Un punzante vacío. Frío, en las manos. Dolor. Dolor en las costillas. Sorprendentemente, estoy sorprendida, aunque sea lo único que me haya pasado en los últimos meses. Me he despertado en una cama suave. Cómoda. Cálida. Pero eso no ha impedido que me abra los ojos completamente desconcertada, asustada y maniáticamente obsesionada con algo que no era verdad. La mayoría de veces, cuando me despierto, no sé quién soy. Sólo dura unos segundos, hasta que mi vida viene de golpe a echarme en la cara un jarro de agua fría; pero, durante esas décimas de segundo, es imposible explicar la sensación que me recorre el cuerpo. Intentaré describirlo. Es.. calma. Quietud. Paz. No sé quién soy, que me ha pasado, qué he hecho, ni porque estoy en esa cama rodeada de almohadas desde la cabeza hasta los pies. Pero, soy tranquilidad. Entonces viene. El recuerdo de la pesadilla. Y despierto de ese efímero y pacífico trance. Y sé quién soy. Y sé que he hecho. Y sé que ha pasado. Y sé porque estoy rodeada de almohadas. Entonces se me carga la espalda. Parece que una losa destinada a ser la base de un trasatlántico se cuelga de mi espalda mientras se balancea. Se me endurecen los párpados. Respiro hondo. Suena el despertador, y tengo que volver a empezar.